Jugando a Tinder

El teléfono sonó con el pitidito inconfundible de una nueva llamarada y Sofía no pudo evitar echar una miradita a la pantalla aunque lo tenía totalmente prohibido por el encargado del establecimiento, Jonás, un tipo de lo más estirado que no paraba de sudar constantemente. Siempre que veía sus sobacos, que no axilas porque Sofía era del extrarradio y al menos en su pensamiento se permitía llamar a las cosas por su nombre y no con esas florituras que tanto les gustaban a la gente fina con los que se codeaba cuando cantaba en las fiestas privadas de los girifaltes de la ciudad; lo imaginaba en medio del polo norte y sudando.

Una señora de edad considerable se puso en su caja y Sofía empezó a pasar los productos. «Ese cardado debería estar en los museos de historia», pensó mientras le dedicaba una sonrisa protocolaria a la clienta. Adoraba a su abuela por no empeñarse en demostrar que seguía teniendo pelo abusando de la laca y colocando cada mechón en lugares estratégicos.

Un nuevo pitidito de llamarada la devolvió a su realidad. Una realidad de mierda, pero su mierda. Esa en la que era plenamente feliz. Seguro que era el zumbado de músculos al que le dio like sin querer el sábado cuando ya llevaba unos cuantos martinis de más. Curiosamente se convirtió en match. No entendía el algoritmo de Tinder, la verdad. ¿Cómo era posible que la emparejaran con un tío con diez mil fotos de músculos en el gimnasio y con diez faltas de ortografía en su perfil? Perfil que solo tenía treinta palabras, por cierto.

Marisa apareció por detrás y le tocó el hombro:

—Chiquilla, anda sal a tu descanso, yo te cubro—dijo mientras se retocaba la chapa identificativa.

Marisa era un encanto, aunque lo cierto es que la relación con Sofía no empezó muy bien. La diferencia de edad y la antigüedad en la empresa fueron las primeras barreras que tuvieron que derrocar cuando se conocieron, pero después de dos años, la relación era entrañable. Marisa, en cierta manera, era como su madre profesional.

Sofía se apoyó en la pared junto a la salida de carga y descarga del comercio, donde salían a fumar a escondidas cuando Jonás estaba con algún proveedor en su despacho. No le apetecía comer así que se encendió un cigarrillo y abrió la aplicación de Tinder: en efecto, las llamaradas eran del cachas. Lo de esperar, ¿ese es tu nombre real?, ¿a qué te dedicas?, ¿cuáles son tus hobbies? Sofía leyó con pereza la conversación. Era todo tan superficial, tan monótono, tan… A veces tenía la sensación de que cumplimentaba formularios para encontrar trabajo en vez de estar intentando conectar con alguien. Se alegraba enormemente de no haber puesto ninguna foto suya en el perfil.

«Veamos qué más hay por aquí», pensó deslizando el dedo hacia la izquierda de la pantalla. Pectorales, gimnasios, barcos, festivales, bicis, más pectorales… «Vaya, un poco de bello púbico, qué original», dijo en voz baja con hastío. Cuando ya estaba a punto de apagar el cigarro y desconectarse de la aplicación, un perfil le llamó la atención. No podía creer lo que estaba viendo. Un joven muy mono sujetaba una cerveza en un parque. Pantalones vaqueros y camiseta negra de uno de sus grupos favoritos. Era Jonás y no estaba sudado, sino riendo a carcajadas.

Deslizó hacia la derecha. «Ok, juguemos a Tinder», dijo cuando la pantalla le devolvió un match.

3 comentarios sobre “Jugando a Tinder

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  1. Chejov. Ando leyendo a Chejov estos días, mas que nada por si alguien se daba cuenta de que nunca había leído a Chejov. Mi conclusión es que debería aprender ruso para entender a Chejov, pero hasta ahora todo el mundo se viene dando cuenta de que no hablo ruso, sin mayores consecuencias, así que poco jugo le espero sacar a Chejov aparte de citarlo cuanto o cinco veces cuando comento y sumarme así al postureo cultureta.
    ¿Te he dicho alguna vez que odio a los críticos que solo hablan de sí mismos?
    En fin, este relato es un poco Chejov, y a estas alturas no se si eso es bueno o malo, pero me faltaba citarlo una vez y he visto el hueco.
    Porque el autor ruso, vaaale, Chejov, huye de lo improbable, y eso convierte sus cuentos en relatos de lo habitual sin hechos fantásticos de por medio.
    Si el tipo hubiera vivido en estos tiempos, habría escrito relatos como este. ¿Es bueno o malo? Pues… no lo sé.

    Pero a mi me ha gustado, divertido y sorprendido, diga Chejov lo que diga. Porque tiene chispa, amiga, no has perdido facultades. Me gusta el detalle de la vieja cardada, esa visión ácida e impenitente que le da carácter a la prota, y al relato en general. Y la hipérbole del jefe sudoroso, una mina antimelindres muy bien ubicada en el camino de la narración para que el final sea chocante, desarmando de prejuicios (o no) a la tinder-fan sabelotodo.
    El ritmo crece, desde ese primer donde parece que se te va la mano con la longitud de las frases (buen recurso, acentúa lo tedioso del trabajo de esa criatura a través de su monologo interior), para ir de menos a más, y acabar en un final corto, abrupto y sorprendente como mandan los cánones.
    Y luego, sobre todo, esta el toque Sadire, mis patatas fritas, que deja en una historia en apariencia intrascendente retazos de critica social, y momentos de introspección que quedan solapados, tesorillos que solo un agudo lector sabe buscar y encontrar.
    Muchas gracias, me doy por aludido por mucho que para mi el tinder ese sea una marca de dentífrico, y te animo a seguir. Ridi pagliaccio, es lo que toca…

    Abrazos mil!!!

    Me gusta

    1. Buen provecho con esas patatas fritas!
      Por cierto…
      Lo de Chejov te ha quedado muy de crítico. Te veo sentado en un butacón de cuero granate (bueno, polipiel para ser exactos), con una mano sobre el reposabrazos repiqueteando un compás sin sentido y leyendo esta entrada en tu teléfono. Sobre la mesa una novela de Chejov que convive con un tebeo de Mortadelo y Filemón.
      Por cierto, bien visto lo del primer párrafo: farragoso, pero intencionado.
      Un besaco!

      Le gusta a 1 persona

      1. Pues ni cuero ni polipiel. Hace unos años, como explicar esto…, me quedé con el traspaso del mobiliario de un director de sucursal que terminó en mi sótano (que es donde cumplo condena actualmente) y se compone de mesa con ala ambas de roble envejecido y con cierto aroma a sangre, sudor y lágrimas, por todo lo que se pudo firmar ahi encima, y silla rechinable con asiento textil a la que con cierto esfuerzo y lejía entre mi santa y yo le exorcizamos los pedetes del anterior usuario (al que no tuve el gusto), y ella después me la decoró estilo años sesenta, todo muy vintage como ves, con unos recortes de tela del mercadillo que, casualmente, vinieron a caer encima de sendos agujeros por desgaste con dos trayectorias y pérdida de masa acolchante, todo ello ejecutado en solo un par de días, durante los cuales, cuando nos cruzabamos por los pasillos, nos gritabamos cosas como «ha llegado a la cocina su amigo el tapicero» o «hacemos todo tipo de encargos…», o, «pues a ver si cuando se acaba el papel higiénico nos vamos acordando de reponerlo que ya esta una hasta el moño de hacer el pingüino», por lo que de esa imagen tan evocadora solo te compro el Mortadelo…

        Se me ha ido la mano? ¡Con todo lo que tengo que hacer!
        Escribe. Besos!!

        Me gusta

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